Content text 11 Historia de la lengua de signos.pdf
Aseveración última que en mi caso particular radica en mi límite temporal de investigación histórica. La referida a la educación de los sordos en España, al abarcar esta más de quinientos años, y afortunadamente no únicamente a los diez o doce años últimos, llenos de despropósitos en el campo de las definiciones, al no darse razones objetivas que avalen dichos cambios definitorios. Una óptica que casi me hace ser neutral en dichos temas. De ahí que, por deformación profesional, tenga la tendencia natural de mantener el nombre más antiguo o más arraigado, o en su caso el más utilizado a casi todo lo largo de la Historia en España. Del mismo modo que también pido disculpas si en algún momento utilizo el término “sordomudo” o “sordo”, en lugar del actual de “persona sorda”, pues mi disfunción metalingüística pasa por el mismo defecto. En disculpa de lo último, y porque se entiendan en parte mis disfunciones, supongo que será curioso conocer de primera mano el origen del ahora denostado término “Sordomudo”. Calificativo que en ningún caso fue ni es peyorativo, al ser un simple término descriptivo de una visible afección orgánica, sin más. Calificativo que debemos a las reflexiones lingüísticas del abate francés Carlos Miguel de L’Epée que en su día recogió un conocido autor español del siglo XVIII, Lorenzo Hervás y Panduro, tratando de paliar con él, desde la más absoluta buena fe, la falta existente en su época de un término castellano claro y conciso con el que definir a una parte del género humano, en este caso concreto a los “sordos” de nacimiento, mal llamados en aquel entonces “mudos”. Calificativo el de “Sordomudo” que durante más de 100 años se escribió en España con mayúscula. Una moda que afortunadamente se perdió en los principios del siglo XX, pero que en cierto modo se ha vuelto a recuperar a destiempo dentro del actual “Colectivo Sordo”, puesto que ahora la costumbre más general entre los oyentes es apear las mayúsculas hasta de los títulos o cargos más encumbrados de nuestra nación, en lo que no deja de ser una forma de igualar a todos los ciudadanos tal como corresponde en un estado de derecho como el nuestro, donde nadie debe ser más “grande” que otro, con indiferencia de que sea cargo público o que pertenezca a una de las muchas minorías lingüísticas de este país, como es el caso de los sordos. “El hombre ‐decía dicho personaje‐ a quien comúnmente se da el nombre de mudo, y yo doy el de Sordomudo, es infelicísimo porque no habla, ni puede hablar, como lo sería el que habiendo hablado perdiese el uso de la lengua: más esta infelicidad, aunque es grandísima, es muy inferior a la que un Sordomudo experimenta por la sordera que le hace incapaz de oír a los que hablan. Esta sordera, que es mayor mal que la mudez, de la cual es la causa, debe exprimirse con el nombre propio que pertenece, o se debe dar a los mudos por falta no de lengua, sino de oído: y por esto les doy el de Sordomudos.” Otra cuestión muy diferente, aunque muy similar a la anterior, es el nombre que ahora, en teoría, se debe dar en “castellano” a la lengua que utilizan las personas sordas en España, en este caso y según las últimas directrices de la CEPS, deberá ser nombrada como lengua de “signos”.
Una propuesta más propia de “oyentes” que de “sordos”, pues los sordos se presupone, de ponernos muy “puristas”, que no hablan más que en signos y éstos resulta que no tienen reflejo en una escritura concreta, salvo que las personas sordas utilicen, como el resto, nuestro propio idioma patrio y donde las “normas” las impone la propia habla del pueblo, que por cuestiones que no vienen al caso resulta que es mayoritariamente oyente y no precisamente sordo. Es por ello que dicha imposición, potenciada desde otra lengua ajena totalmente al castellano, ya sea el hablado o escrito, racionalmente, no deja de ser absurda cuando no una paradoja. Un tema concreto, el del nombre de dicha lengua que a Juan Luis Marroquín, que fue presidente de la Federación Nacional de Sordomudos durante más de cuarenta años, concretamente desde 1936 a 1979, que al ser él un hombre indiscutiblemente lúcido e ilustrado, lo trajo torturado durante años justamente por lo inapropiado de la expresión, dado que en su época se denominaba “lenguaje mímico” o de “gestos”. En un intento por racionalizar el nombre de aquélla, al igual que Hervás en el siglo XVIII con el término “mudos”, Marroquín, tras mucho tiempo de reflexión y cuando obtuvo la respuesta deseada, no dudó ni un instante en proponer al colectivo sordo cambiarlo, según su razonado parecer por otro mucho mejor y más ajustado a nuestro idioma común, que en este país resulta ser el castellano, antonomásticamente español, aunque tan españoles como el castellano son, el vasco, el gallego o el catalán. Una propuesta que hizo pública y por escrito en 1975, y que no pasaba precisamente por ninguna de las dos definiciones actuales, puntualizando de paso que aquella oportuna propuesta de Marroquín no encontró eco en nadie, y aún menos entre las hoy llamadas “personas sordas”, a última hora y según Marroquín, sus queridos “hermanos sordomudos”. Un hecho, desde mi particular y personal punto de vista, muy penoso, dada la categoría moral, ética e intelectual del personaje, pues aquella propuesta, como mínimo, debería haber merecido entre el colectivo sordo, primero, atención y respeto, y segundo, un intenso debate que de haberse realizado y llegado a un acuerdo en su día, a lo mejor, y aquí hago historia ficción, habría evitado el que en la actualidad se está tristemente viviendo. De esta forma, Marroquín afirmaba en 1975 que: “El lenguaje mímico o lenguaje de los gestos es una ingeniosa forma mediante la cual los sordomudos se comunican espontáneamente entre ellos y con los iniciados en este idioma, pues propiamente no puede denominarse lenguaje, por no intervenir la lengua, sino las manos [...] Debería pensarse en dar a la expresión mímica una clara denominación, que no puede ser tampoco la de lenguaje de las manos, pues las manos no tienen lengua. El término tal vez pudiese ser el de manuaje o manoexpresión. Mientras, sigamos la costumbre establecida, hasta que personas más cultas dicten su fallo definitivo.” Cuestión que evidentemente debería pasar por la Real Academia de la Lengua Española.
Hoy, gracias a Marroquín, descubrimos que, como mínimo desde principios del siglo XX hasta aquel año de 1975, el nombre del lenguaje actualmente discusión se llamaba, no de “señas”, un término puesto en boga en España desde el siglo X, pero ya perdido en los principios del siglo XIX, momento en que los maestros españoles empezaron a denominarlo de “signos”, por influencia lingüística de la escuela francesa abierta por el abate L’Epée a mediados del siglo anterior, sino “mímico” o de “gestos”. Pero lo más curioso es que Félix‐Jesús Pinedo, el sucesor de Marroquín en 1979, diez años más tarde, concretamente en 1989, seguía llamándolo todavía “lenguaje gestual”. De ahí que me haya permitido afirmar al principio que el nuevo nombre, es decir, el de “lengua de signos”, tenga como mucho de diez a doce años, y aquí dejo que cada uno saque las pertinentes conclusiones, pues dicho hecho todavía no puedo considerarlo como histórico, dada la proximidad en el tiempo. Motivo por el cual se puede afirmar con toda rotundidad que el nuevo nombre que se le ha dado, en términos temporales, es casi un niño que está todavía por crecer. Crecimiento, que no se olvide está condicionado al pueblo llano, es decir, al oyente mayoritario, que es soberano de hacerlo o no lingüísticamente suyo. Un hecho, que no pasa por ninguna interesada directriz procedente de ninguna institución concreta, pero que, de lograr alcanzar la edad adulta, pero entre el mundo oyente, daría el que dentro de unos años pasara a formar parte de nuestro Diccionario de la Lengua Española. Un futuro que, conociendo la política de nuestros actuales académicos, podría ser muy lejano, y más aún al entrar en total y absoluta contradicción con las actuales definiciones académicas del término. Resumiendo y a efectos históricos: Desde el siglo X hasta principios del XIX, el lenguaje de los sordos en España se llamaba de “señas”, sin más. Durante casi todo el XIX, y a causa de influencia de la escuela francesa entre los maestros españoles, pasó llamarse de “signos”, un término hay que decir que muy “afrancesado”, y ya en el siglo XX, desde el principio hasta como mínimo el año 1992, volvió de nuevo a cambiar de nombre al denominarse “lenguaje mímico” o “gestual”, y ahora en la actualidad, en el siglo XXI, ha vuelto otra vez a cambiar a “signos”. Cuestiones semánticas, al fin y al cabo. Obviamente, no soy lingüista, y en ocasiones cuando alguien me pregunta por mi oficio, me disculpo, porque hay momentos como el actual en que ni siquiera me considero un historiador al uso, al ser la Historia de la educación de las personas sordas en España un capítulo todavía por escribir, aunque se estén produciendo algunos intentos encaminados a paliar dicha ignorancia histórica. De ahí que alegue que ya me conformaría con que algún día alguien me llegara a considerar en este campo como simple cronista. Por ello, desde la ignorancia más absoluta, recuerden que soy un humilde y oscuro cronista, me sorprende otra ignorancia; la de las personas que son consideradas como especialistas en la “lengua de signos”, en particular la española, al descubrir, casi con espanto, que éstos desconocen a nuestros propios clásicos. Cayendo así en lo que el académico de la Lengua Española Antonio Muñoz‐Molina, califica como “papanatismo